EL CRUCE COPEYITO
Por Dileccio Guzmán
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La conmemoración del aniversario de nuestro municipio nos obliga, de alguna manera a los que venimos de por lo menos la medianía del pasado siglo, a desempolvar recuerdos y tiempos vividos en aquel Mao bucólico donde el tiempo parecía transcurrir con extrema lentitud.
Por alguna razón que personalmente no puedo explicar, no he escrito nunca para ser leído. Debe ser alguna fobia oculta. Posiblemente algún tipo de fobia que vaya usted a saber con qué nombre la habrán bautizado. Pero admito sin ningún rubor, y sí con cierta resignación, formar parte de ese grupo fóbico.
Y no hubiera escrito estas líneas a no ser por la aparición fortuita de una mujer que me convenció de la necesidad de escribir para contar vivencias de una zona que posiblemente no ha tenido muchos relatores en los más de 130 años de historia de nuestro municipio.
Esa mujer tan extraña, parecía surgida de un relato de Kafka, de cierta forma me obliga sin que yo pueda explicármelo, a vencer el miedo y relatar aunque fuera a grandes rasgos, una síntesis de un barrio que como en el caso de aquel coronel garciamarquesiano, no ha tenido quien le escriba.
Confieso pues, como nota previa, que no tengo ningún mérito, si es que podría haberlo, en cumplir con el deber de decir lo que se debe y mas, como en este caso, es dictado por alguien que fue parte de su historia y que parece conocer a fondo lo que dice. No sé si de este barrio haya surgido un personaje de tanta prestancia social que merezca una mención especial, eso es lo de menos, pero la entrega al trabajo y el tipo de vida que en su conjunto vivieron los habitantes de este sector, donde nunca hubo escándalo ni acto alguno reñido a las buenas costumbres, merecen una mención colectiva y la buena honra de todos los maeños que vivieron en el cruce Copeyito en aquellos años tempranos y mediando ya el pasado siglo.
Recuerdo como si fueran procesiones el gran número de hombres, mujeres y hasta niños que de madrugada se dirigían hacia los predios agrícolas, especialmente los grandes campos arroceros de la zona, a trabajar de sol a sol, para procurar el salario de supervivencia. Al estrechar las manos de estos hombres y mujeres se sentían los surcos y callosidades, o como lo describiera Neruda, en sus manos tenían dibujados el mapa de la patria porque con su trabajo contribuyeron a construirnos una nación que fue orgullo de todos los que les sucedimos.
El cruce Copeyito, me relataba la señora, era un villorrio en la periferia de la ciudad. Lo de Copeyito fue por aquel árbol de copey, me dijo señalando un frondoso árbol lleno de nidos que presumí, eran de ciguas o de las llamadas rolitas, que por la dimensión de su tronco, parecía haber vivido ya por varios siglos.
Ese canal que ves allá es la zanja. Así le conocimos siempre los habitantes de este pueblo y va íntimamente ligado a nuestra historia. Ese puente que ves al fondo, me dijo señalando a su izquierda, nos separaba de los cambrones, otro barrio emblemático de nuestro municipio. A este canal veníamos a diario a buscar el agua que consumíamos en la casa. No teníamos agua potable. El agua que usábamos para tomar la almacenábamos en unas vasijas de barro que llamamos tinajas en las que el agua se conservaba siempre fresca. Nuestras familias venían a lavar sus ropas una vez por semana a esa zona que ves allá donde el canal se abre formando una pequeña riada, esa es la caída, llamada así porque el agua cae un par de metros aguas abajo, y se producía un gran remolino que era deleite de grandes y pequeños. Era algo así como lo que ustedes hoy le llaman jacuzzy. Todos los muchachos de Mao aprendimos a nadar en la zanja y no hubo trayecto de ella que fuera desconocido para nosotros. La conocimos palmo a palmo. Ella fue parte de nuestras correrías y travesuras de muchachos.
Pasábamos de un extremo a otro de la caída por un puente de escasamente cuarenta centímetros de ancho, lo que muchas personas, especialmente las entradas en edad, consideraban riesgoso, y nunca se atrevieron a cruzarlo. Nunca supe de nadie que se cayera cruzando la misma.
Ese canal fue siempre como el corazón de nuestra ciudad. Gracias a él mantuvimos una primacía en la agricultura de la zona, principalmente el cultivo de arroz y frutos como el plátano y el guineo que todavía hoy son emblemas de la región.
La zanja y el Samoa fueron íconos distintivos del Mao de nuestra juventud.
Las casas de nuestro barrio eran todas de madera, mayoritariamente de tablas de palma, y pisos de tierra. Pero eso sí, lo manteníamos siempre limpio, y las casas las manteníamos siempre pintaditas con colores vistosos y llamativos. La cocina estaba separada del resto de la casa y cocinábamos en fogones que estaban formados por una meseta con hornallas o sea unas especies de pequeños hornitos de tierra con forma de herraduras, que alimentábamos con leña para cocer los alimentos. La vida era todo lo sencilla que se podía ser. No teníamos mayores complicaciones. Me atrevo a decir que éramos felices.
En aquel tiempo no teníamos energía eléctrica ni en las calles ni en las casas, nos alumbrábamos con unas lámparas de gas y unas lamparitas que les llamaban jumeadoras. Por supuesto que no teníamos radio ni mucho menos aparato de televisión. Nos entreteníamos con aquellos juegos propios de la muchachada de la época, juegos que a los muchachos de hoy les parecerían tontos y muy aburridos.
Otro de los divertimentos eran los juegos de pelota en la calle. Para eso improvisábamos 3 bases en la calle, hacíamos una pelota con las medias que ya no se usaban. Las medias en esos tiempos parecía como si las hicieran con ese uso posterior. Bastaba tirar de un ovillo y la media se iba descociendo y le íbamos dando forma de pelota. En el núcleo de la pelota colocábamos un epolin (dispositivo de goma) lo que la hacía llegar a mayor distancia con el impacto del bate. La dichosa bola tenía una vida muy efímera terminando perdida en algún patio producto de un batazo dislocado. Mucho tiempo después supe que el epolin no era sino una pelotica de golf fabricado por la spalding una reconocida marca de artículos deportivos.
La aspiración de la juventud era terminar el octavo curso y graduarse en el instituto de Damico como secretario, mecanógrafo y archivista. Ese sueño era alcanzado por muy pocos debido a que la mensualidad en el instituto era sumamente elevada… 6 pesos mensuales.
Los días para nosotros concluían poco después de la puesta del sol. De hecho los muchachos le teníamos cierto temor a la oscuridad. Habíamos oído tantas historias acerca de apariciones de muertos, y hechos fantásticos originados por las apariciones de personas muertas, que ese miedo fue parte ancestral de nosotros. Era tanto así que al regreso de misa o de cualquier otra actividad nocturna, evitábamos siempre regresar por un camino que corría a lo largo de la verja del cementerio aunque ello significaba acortar considerablemente el recorrido.
Bueno, había una época de excepción en la rutina diaria y era el inicio de la temporada de pelota. Entonces nuestras noches se transformaban completamente. De octubre a enero vivíamos una especie de transformación colectiva.
Pero usted me dijo que no tenían energía eléctrica, ni radio ni televisión,- me atreví a aclararle pensando que había cometido un desliz propio del paso de tantos años.
Así es, me respondió, teníamos un radio en todo el barrio. Estaba en el colmado de Tango, situado allá en la esquina, al subir la cuesta me dijo, señalando en dirección opuesta al canal. Era un radio de fabricación alemana marca Grundig, lo recuerdo como si fuera hoy. Tenía una lucecita azul celeste, le decían ojo mágico que en cierto nivel de brillantez indicaba el máximo nivel de sintonía de la emisora. Se alimentaba con una enorme batería seca, y poco antes de iniciar la narración todos nos acomodábamos de manera que pudiéramos escuchar el desarrollo del juego sin ningún inconveniente.
Esta actividad constituía nuestra fuente de diversión entre octubre y enero de cada año. Como dominicanos al fin todos nacimos como expertos en beisbol, y las discusiones entre los fanáticos eran usuales y recurrentes. Los liceístas tuvimos a Guayubín Olivo y nos preciábamos de tener un refuerzo de la talla de Alonzo Perry, mientras los aguiluchos sentían orgullo de un Julián Javier, y refuerzos de la calidad de Dick Stuart, los escogidistas sacaban a Marichal y los Alou como fuerza de choque y aunque escaseaban los estrellistas recuerdo a Pedro Gonzales y a Carty entre otras estrellas de ese equipo. Las discusiones eran interminables y por supuesto cada quien defendía las habilidades de sus héroes que eran por supuesto, los jugadores del equipo de su simpatía.
El colmado de tango fue por mucho tiempo el centro de diversión del sector, y al mirar hacia atrás vemos con nostalgia con lo poco que todos nosotros llenábamos nuestra existencia de momentos felices. La verdad es que éramos felices, con muchas carencias y pocas complicaciones. La existencia era todo lo simple que pudiera ser. Para nosotros el mundo exterior no llegaba más allá de Santiago, una ciudad a la que íbamos de tiempo en tiempo. No puedo precisar si había otro medio de transporte para ir a Santiago, pero recuerdo para esa época la guagua de Diógenes que cobraba 25 centavos por el viaje. Para nosotros era una especie de fantasía ese viaje a Santiago, y lo disfrutábamos a lo largo de los 52 kilómetros de travesía. Era un espectáculo ver cómo los árboles se desplazaban y corrían en el sentido contrario a nosotros, era como si estuviéramos en un parque de diversiones. El sueño de todos nosotros era ir a ver un juego de pelota en el nuevo estadio de Santiago construido en el año 56.
Bueno, otra diversión para los más chicos era el matinée de los domingos. Íbamos al viejo cine Jaragua, situado en la calle que ahora se llama don Emilio Arté y cuyo propietario, administrador y portero era don Mario Evertz, lo recuerdo con su gruesa anatomía sentado en una silla a la puerta del cine para controlar la entrada. El costo del matinée era de 10 centavos y se podía ver generalmente dos películas casi siempre en muy malas condiciones que se cortaban varias veces durante su exhibición provocando los griteríos e improperios de la chiquillada en contra de Adolfo quien era el encargado de la proyección.
Desde cualquier lugar del teatro podía oírse el ruido que producían los carretes al ser colocados en el viejo aparato proyector.
Recuerdo como si fuera hoy a Adolfo pintando los letreros que anunciaban la película a exhibirse en el teatro, en unos cartelones de madera y cartón que se colocaban por toda la ciudad.
Mario no permitía que ya iniciada la película nadie se quedara fuera por poco dinero que tuviera. A los 5 minutos de iniciada la tanda comenzaban las ofertas bajaban a 5 centavos y posteriormente a 3 aunque por estos precios se subía a una mezanine situada en un segundo piso de la parte posterior del viejo cine y que le llamaban “gallina”. A esta parte iban los que no tenían los 10 centavos para pagar su entrada antes de iniciar la tanda. El jaragua fue una parte de nuestra historia de nostalgia y recuerdos.
A fines de los años cincuenta llegaron a nuestras casas unos inspectores a censarnos e informarnos que en breve tiempo se nos mudaría a otro sector de la ciudad debido a que en nuestro barrio se construirían casas para los militares. Esta disposición provenía del Jefe, expresión usada para referirse al presidente de la época, que mas que presidente parecía ser el propietario del país, por lo que nadie se atrevía a protestar, por lo menos de manera pública, una disposición que bastaba con decir que provenía de él.
El barrio en el que habíamos vivido por tanto tiempo iba a ser destruido, y nosotros teníamos que aceptarlo con satisfacción.
A principio del 1959 todo estaba listo para la odisea. El éxodo iniciaba en pocos días.
Habíamos empacado nuestras escasas pertenencias y nos preparábamos como los judíos de otra época a vivir un episodio desconocido para todos. No sabíamos lo que nos esperaba.
Habían construido 300 casas todas exactamente iguales solo diferían por el color exterior, para acoger a los desalojados. Nacía el barrio las 300 y hacia allá nos dirigíamos a enfrentarnos a un nuevo episodio de nuestra, hasta el momento, tranquila existencia.
Dileccio Guzmán y una narradora desconocida.
Tomado de Mao en el Corazón
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