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martes, 15 de noviembre de 2016

UN JUGLAR QUE AÑOÑA CON SU CANTO…

Por Sergio Reyes II

Tal si fuese un cantor de tiempos idos, va trotando por diferentes destinos. A su manera, guitarra en ristre y una voz impresionantemente impecable, nos habla del amor, ese noble sentimiento que fluye como por encanto y no conoce ataduras ni condicionamientos. Y como se mima a un infante, afinando la voz y poniendo en ello ternura y virtuosidad, este artista articula las palabras, convirtiéndolas en apasionante hechizo que domina los sentidos, arrulla, convence… y añoña.

Y va por disimiles escenarios, sin estridencias ni aparatajes, sin estar precedido de costosas campañas propagandísticas, sin la necesidad de afincar su figura y carisma en escándalos preconcebidos por el mercadeo publicitario ni fabulosas inversiones en manejos de opinión.

Este de quien os hablo, caballero andante, también de la triste figura, cuya sola presencia nos hace pensar, a veces, que nos encontramos frente a un personaje proveniente de la prehistoria que escapó indemne del cataclismo del deshielo, tan solo precisa del escenario adecuado -a media luz-, del rasgueo de las cuerdas y un micrófono de impecable sonido. Eso, ¡y nada más!

De su estilo para acaparar la atención del auditorio, imponiendo el más absoluto silencio, no he de hablarles. Tampoco del vuelo electrizante de su mirada, en dirección artera, hacia rostros alucinados de gente que le escucha, que le aplaude, que delira por sus canciones. Solo ÉL y nadie más conoce de esos manejos frente a su público.

Lo que sí puedo afirmar es que, después de verle descollar como monarca absoluto de las emociones, la respiración y hasta el más leve parpadeo del auditorio, se entienden las razones que han permitido que este artífice del canto y la palabra haya podido mantenerse por más de 50 años gozando de una popularidad inalterada, en un campo tan competitivo como el del arte popular.

Hablamos de Luis Gonzaga Segura, un representante legítimo del arte popular dominicano, expresión viva de la canción romántica, músico y compositor de altos vuelos a quien el pueblo llano le estampó el sobrenombre de El Añoñaíto.

Ése de quien hablamos, nació en un humilde hogar de la ciudad noroestana de Mao, provincia Valverde -en la República Dominicana-, y tuvo como padres a Victoriano Valenzuela y Josefa Segura. De su padre, acordeonista de ritmos folclóricos, heredó la afición por la música, además de la fuerte influencia recibida de famosos artistas de los años 50s y 60s, como Julio Jaramillo y el Trío Los Panchos, entre otros. A temprana edad empezó a demostrar afinidad por el arte y entre el juego y los estudios iniciales, esta inclinación le abrió las puertas del vasto mundo de los instrumentos musicales, la composición y el canto.

Maneja a cabalidad instrumentos como la güira, las maracas y la tambora y, como integrante de diferentes grupos en los que hubo de incursionar en sus inicios en el arte, se desempeñó con habilidad en el manejo del Tres, el Cuatro y la guitarra. Un auspicioso triunfo en un concurso vocal auspiciado por el programa televisivo Buscando una Estrella, en el que se alzó con el primer lugar -1963-, constituyó el estímulo para afincarse en el perfeccionamiento de la voz y el dominio de la guitarra, instrumento musical de su preferencia.

La trágica muerte de Rafael Encarnación (1964), en cuyo grupo se desempeñaba como guitarrista, le induce a decidirse por asumir su carrera por cuenta propia en el mundo de la música y el canto. De modo que empuñando con firmeza su guitarra y desempolvando algunas de las innúmeras composiciones que guardaba en su baúl de sueños se lanzó al ruedo y produce Cariñito de mi vida, primera composición discográfica que le había de franquear las puertas del escenario, la fama y el infinito aprecio del público. Éxitos como Ya no me importa nada, Mi muchachita, Vida mía, Pena, Amorcito de mi vida, Como el álamo al camino, Traicionera, El ruego de los desesperados, Solo a mi Madre y Dicen, se sucedieron en forma meteórica contribuyendo a establecer un liderazgo en la afición de los seguidores de un ritmo que ya comenzaba a repuntar, liberándose poco a poco del estigma de música de amargue, de alcohol y cabarets, para pasar a constituirse en un género musical de gran arraigo en amplios sectores de la población.

A estos siguieron Traicionera, ya no me celes tanto, Quédate con tu dinero, Corazón de acero, Una copa más, Entre tu amor y mi amor, Vuelve, quítame esta pena, Que murmuren, Déjame ya y Si me dejas no vale, en un envolvente y alucinante carnaval musical en el que eran expuestos, para el amplio consumo de sus seguidores, los resabios de amor y desamor que constituyen el sentir popular, fielmente expresados por el cantor en una prolífica producción de más de 500 canciones de su autoría, junto a destacados éxitos musicales que otros cantores habían popularizado antes.

Con cada nuevo triunfo, el afinado músico maeño iba estableciendo su impronta y ganando espacio entre la población, no solo de los campos, villas y poblados de la Línea Noroeste, sino también de la ciudad Capital -en cuyo barrio de Villa Juana habría de establecer su domicilio-, el resto del país e importantes plazas de diferentes ciudades de los Estados Unidos y otras partes del mundo.

A diferencia de lo que algunos cronistas y seudoinvestigadores propalan, la valiosa generación de exponentes de la bachata –tanto los que dieron vida y mantuvieron la versión tradicional, como los de la fértil cosecha de los 80s y 90s- no tiene nada que agradecerle a predestinados ni visionarios, por el repunte en popularidad que habría de tener el género. Ni Luis Segura ni ellos contaron con la ayuda desinteresada de mecenas artísticos, agentes discográficos o asesores de imagen inspirados de buenas intenciones, más allá del apetito voraz por amasar ganancias a expensas del triunfo de los exponentes de la bachata, excepción hecha de Radhamés Aracena, propietario de la empresa discográfica y emisora de radio La Guarachita, y productores de programas de farándula de la radio y la televisión de la talla de Yaqui Núñez del Risco, Rafael Corporán de los Santos y Freddy Beras Goico, entre algunos pocos que siempre dieron el espaldarazo necesario a muchos noveles cantores para poder expandir su arte y penetrar en áreas que hasta entonces les habían estado vedadas.

Lo cierto es que, tanto para El Añoñaíto como para otros bachateros de su generación, los primeros pasos en sus inicios en el mundillo del arte estuvieron matizados por las penurias, el prejuicio y las dificultades y, por encima de todo, la ojeriza que en aquellos años despertaba entre ciertos sectores de las clases pudientes y algunos miembros de la seudointelectualidad el naciente ritmo de la bachata, estigmatizada por muchos como la más cruda expresión del ámbito en los burdeles y la mala vida: Música de prostitutas, proxenetas, amargue y alcohol.

Sorteando obstáculos, haciendo malabares para poder sobresalir, componiendo a conciencia sus canciones, inyectándole el sentimiento, el candor y la pureza del buen decir y sin dejarse influenciar por el lenguaje obsceno y procaz que constituía la norma imperante en ese entonces, el Añoñaíto construyó su propio camino, derrumbó puertas y afincó su propio escenario, en un profundo rincón del sentir popular.

Corriendo el año 1983, un académico retrógrado, de esos que caminan siempre de espaldas a la realidad y sin escuchar los latidos del pueblo, quiso un día, vanamente, proscribir la difusión de esta poderosa expresión popular en los antros de la Universidad más antigua de América, que es, a la vez, la más fiel representante y defensora del patrimonio cultural de los dominicanos. Y con la prohibición de una presentación de Luis Segura y otros exponentes del género, en un acto que había sido convocado por la Asociación de Empleados Universitarios -ASODEMU-, como parte de una jornada educativa y de conexión con el arte popular, aquel empecinado y refunfuñón rector, del que ya nadie se acuerda, pretendió convertirse en pontífice y censor de aquello que, a su entender, tenía que agradarle al público, en materia musical.

Por encima de la rabia y las prohibiciones de aquel desfasado funcionario académico y su escasa claque de segundones de entonces, el espectáculo se llevó a cabo. No a puertas cerradas y con el debido pago de la boletería, como estaba concebido originalmente, sino en medio de los pasillos y escalinatas del Alma Mater de la UASD y sin contar con el auxilio de la energía eléctrica: a capela y a pleno pulmón, con el toque de sencillos instrumentos que no conocen de ataduras, prejuicios ni prohibiciones.

Aquella habilidosa maniobra, urdida a la carrera por los organizadores del acto, ante la impotencia sufrida a causa de la prohibición, destapó una Caja de Pandora, y concitó el apoyo y la solidaridad de amplios sectores de opinión, no tan solo en el recinto universitario sino en todo el país, de lo cual, a la postre, la bachata y sus exponentes hubieron de obtener los mejores resultados, tanto en materia de proyección del género a nivel nacional e internacional como en cuanto a la penetración de sus exponentes más connotados en el gusto del público.

Como dije antes, de aquel rector que quiso erigirse en censor del gusto de la ciudadanía en materia musical, ya nadie se acuerda.

A la fecha, El Añoñaíto tiene en su haber más de medio siglo de presencia exitosa e ininterrumpida en el mundo del arte y el espectáculo. Su melancólica y quejumbrosa voz, junto al acompasado rasgueo de su guitarra eleva hasta senderos excelsos el aleteo de sentimientos y la nostalgia de quienes acuden a sus presentaciones, para escuchar y bailar al son de sus legendarias canciones, la mayoría de las cuales son de su propia autoría.

Haciendo mutis de asuntos de edad, despliegues publicitarios, manejo de imagen –y hasta del empleo sutil del bisturí-, se tutea de tú a tú con bonitillos, monstruos y dignatarios de la bachata y, a contrapelo de suntuosos motes que evocan nobleza, linajes y dominios terrenales, apenas reivindica para sí la condición de Padre de la Bachata –más popularmente, ¡El Papá, como se estila en estos tiempos!-

En verdad que, con el prontuario de años vividos, las decenas de producciones discográficas que acumula, la enorme cantidad de composiciones de su autoría –más de 500, según él mismo ha confesado- y la enorme popularidad que exhibe entre la legión de seguidores que acude a sus presentaciones y conciertos en prestigiosas salas de eventos, hay que reconocer que Luis Segura supo sembrar en terreno fértil, por lo que ha sido, es y será un Profeta en su Tierra y un añoñado de sus numerosos seguidores.

Una calle de Mao, su ciudad natal, lleva su nombre, justicieramente. Múltiples premios y reconocimientos, motorizados por entidades y personas del mundo del arte y la farándula, tanto en el país como en plazas del extranjero, testifican su valía y la calidad de sus interpretaciones. Uno de ellos, el Casandra 2010, constituyó un reconocimiento al mérito que, aunque limitado y tardío, augura nuevas premiaciones más justicieras, en las que se evalúe, de manera ecuánime, la labor de toda una vida dedicada al arte sano, sin vicios ni malos ejemplos, sin irrespeto al público ni insinuaciones grotescas y sin la necesidad de apelar al manido recurso del doble sentido o las palabras vulgares, como recurso extremo para sobresalir.

Todas las condiciones están dadas para que este ilustre maeño, que pone en alto su condición de digno hijo de la provincia Valverde en todos los escenarios en que recrea su arte, sea reconocido y premiado en su justa dimensión, como artista y como ciudadano ejemplar.

Al igual que el suscrito, eso espera todo aquel que ostenta con orgullo la condición de ser oriundo de la Línea Noroeste, tierra de sol y sal, de exuberantes montañas y extensas llanuras. Tierra pródiga en valientes y esforzados hombres y altivas y hermosas mujeres.

¡Qué así sea!

Noviembre, 2016.

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