NOSTALGIAS DE MI PUEBLO
Por BLAS SANTOS
Regresé a Mao, mi pueblo de referencia, que en realidad era mi segundo pueblo. Había ido muchas veces desde ese día en que hube de dejarlo, aguijoneado por la ansiedad de estar cerca del progreso. Entendí que uno puede ir muchas veces a la tierra de sus raíces, pero en verdad sólo se regresa cuando se va a recoger la nostalgia. Había leído el día anterior que don Marcelo había muerto y lo enterraban dilatado para darle tiempo a que los hijos y nietos cupieran en los aviones que venían de Nueva York. Era papá de los amigos de la juventud que tejían sueños conmigo y que me acompañaron en absurdas e insignificantes luchas políticas y en empresas audaces y fracasadas.
Fueron tal vez esos recuerdos los que me despertaron la nostalgia cuando mi "yipeta" rodaba por la carretera que ya no era de "talvia" sino de asfalto. El puente estrecho de otros tiempos era el anuncio de la llegada inminente. Pero crucé sin darme cuenta. El río no se veía y el puente mismo era igual como la carretera. Triste indagué si el río lo habían mudado. Me dijeron que Silvio lo había represado allá arriba, más de medio siglo después que Don Numa anunciara la obra en el Partido Dominicano como "el hito más importante en el proceso de redención definitiva de la zona", y "una grandiosa contribución del Padre de la Patria Nueva". Supe también que la Unión Europea había financiado un puente moderno que reemplazó al viejo y remendado puente colgante. En mis tiempos, el pueblo comenzaba cerca del parque, después de pasar por arrozales que parecían un "play" de las grandes ligas. Ahora el parque quedaba al otro lado del pueblo, en el mismo sitio, pero movido por la magia del progreso, porque ya el pueblo estaba en el lugar de los arrozales.
Pasé por la casa que tanto conocía, imaginándome el gentío del velorio sentado en sillas trancando el tránsito en el frente, "haciendo" cuentos y tomando café con galletas, mientras que familiares y plañideras voluntarias eran presas de "ataques" cerca del ataúd. Pasé y no vi a nadie. Me dijeron que en la funeraria. La encontré con tropiezos porque entré a contravía por una calle por donde había andado y desandado tantos pasos de la adolescencia. Los agentes de "AMET" que me sorprendieron notaron mi turbación. Les expliqué que en el pueblo de mi tiempo nunca hubo calles de una vía, y mientras revisaban "mis papeles", me recordé de los cuatro carros que había y de la guagua de Diógenes que viajaba diario a Santiago y hacía el trayecto, ahora de 45 minutos, en cuatro horas, recogiendo bidones de leche, chivos y gallinas en el camino y montando y desmontando pasajeros. Era tan exacto, que la gente del trayecto en el pueblo lo usaba de reloj; "pelen los plátanos de la cena, que ya entró Diógenes", decía mi mamá.
Ahora no es como era antes, rezongaron los "AMET" entre dientes. Algún dejo de profunda nostalgia debieron de haber notado en mí. Me dejaron ir y así al fin alcancé la funeraria sólo para seguir recibiendo las embestidas de los recuerdos. El ataúd, encargado a Santo Domingo por los hijos de Nueva York, era más hermoso que el usado cuando murió el dueño de la Finca, esa "agroempresa" gigante alrededor de la cual habíamos crecido todos y habíamos aprendido a trabajar, y que cuando llegó la libertad fue desmigajada por la justicia social de la reforma agraria.
En vez del velorio clásico de mis recuerdos, la gente estaba sentada dentro, como en una capilla formal. No "hacían" cuentos. Nadie lloraba y unas mujeres con vestidos de lino negro y lentes oscuros velaban el ataúd, pacientes hasta recibir los refuerzos de Nueva York para enfrentar de lleno la realidad de la partida. No olía a café ni estaban repartiendo pan. No vi a Niño el Rezador picándole los ojos irreverentes a las devotas entre Padrenuestros y Avemarías. Me dijeron que se fue para Nueva York, cosa que no creí, y que allá le hacía competencia a Tafeta, un rezador de otro pueblo, haciendo Horas Santas y réplicas trasatlánticas y paralelas de nueve días y cabos de año con pagos en dólares.
En ruta a la funeraria pasé por "El Manguito" y recibí el más duro golpe a la nostalgia. Donde despuesito de la medianoche salía el hombre sin cabeza vestido de blanco, habían abierto un "carwash" que tronaba bachatas y reggaetones hasta que se apagaban las estrellas. Me pareció una irreverencia imperdonable a los recuerdos y una injusticia a tantos sustos que pasamos cruzando en las madrugadas después que apagaban la planta, porque eso era antes de la era luminosa de "La Corporación".
Me extrañó no ver a los locos del pueblo. Marrañao, Alonzo, El Mayor, Macdufy, desparecían por tiempo pero aparecían en los velorios de cierta importancia, ayudando a cargar las sillas y pilando el café. Me dijeron que una "ONG" los recogía en una especie de asilo. No me pude imaginar en el vértigo de mi nostalgia que pudiese haber un pueblo con calles sin locos.
Pregunté por mi barrio, que quedaba en el pasado aparte del pueblo. Me respondieron que está "cundío" en drogas y que hay calles donde no puede entrar la policía. En mis tiempos no podíamos juntarnos con Luisito y Rafa, los dos "tígueres" más malos del barrio, que se ganaron la fama porque compraban un cigarrillo "joliú" (Hollywood) por dos cheles y se escondían a fumarlo. En ese tiempo, Pululo, montado en una mula y con el título de alcalde, mantenía el barrio en completo orden, excepto por las transgresiones de esos dos "tígueres" murciélagos que se atrevían a fumar siendo menores.
Todavía me esperaba otra puñalada certera en el corazón. Pasé frente al bar del pueblo donde mi generación se enamoró y donde todos conseguimos a nuestras esposas. Vi con el alma encogida que en vez del bar había un comité del PLD. Estaba al borde de las lágrimas recordando la solemnidad de los bailes con la Santa Cecilia, donde sólo se bailaba con saco, y como no teníamos, nos la agenciábamos para conseguir uno viejo desechado por los muchachos ricos, a razón de uno por mesa y baile por turno. De paso miré al parque que queda enfrente. Eso ya era para morir de tristeza. En esos tiempos pobres, atrasados y felices que nos tocó disfrutar nuestro pueblo, el parque era el centro de tertulia de amigos "de la sociedad" y una parte era centro de intercambio de información de la clase media sobre los chismes del pueblo, y punto de encuentro de los enamorados sin refugio.
En esa mirada vi que los parroquianos en el parque ahora eran como extraterrestres de Nueva York. La ropa era ancha y a media pierna, con los fondillos casi haciendo tierra y unos "polochés" como camisones de dormir y cachuchas con el pico escorado a estribor (de lado); el remate era un arete y las cejas sacadas. La glorieta victoriana del centro, con sus arabescos, había sido sustituida por una araña de cemento mal tramada de esas que construyen los síndicos de los pueblos. La vieja iglesita, mezcla apurada del románico y del gótico, la derrumbaron y la sustituyeron por una catedral de líneas "modernas" y en otro sitio, que parecía más una iglesia de "convertíos" que un templo católico.
Di los pésames de rigor y salí del pueblo derrotado por los recuerdos. En el camino no se me quitó del pensamiento lo mucho que habíamos progresado, según las evidencias reunidas en la "recogedera" de nostalgias de esa mañana triste. Recordé a un amigo comentando que la crisis mundial de hoy puede ser explicada por el progreso. Yo mismo había progresado.
De burros, bicicletas, y guaguas de hojalata y asientos de palo y motores viejos y carros públicos, ahora iba en una "Prado" y escuchando en un iPod de sesenta "gigas" a Atahualpa Yupanqui cantando en su verso "con mirada de otros tiempos un horizonte abarqué; lejos se fueron mis ojos como rastreando el ayer". El resto del camino iba murmurando entre dientes, casi rumiando, eso de que "cuando volví al río, el río no era el mismo ni yo tampoco".
Tomado de Mao en el Corazón
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