DESTELLOS DE NOSTALGIA
Por César Brea
Hubo una vez un pueblo donde la vida transcurría de una manera bucólica, rutinaria y simple. Las diversiones eran pocas, contadas no llegaban a diez. A saber: el parque, el Teatro Jaragua, el Samoa, los bares de la periferia, la gallera, el play, el Club Quisqueya y la iglesia. Los jóvenes alternábamos otros entretenimientos menos institucionales como el volibol, las esquinas a las muchachas, la biblioteca de la calle Duarte, el Club Juvenil, el balneario y las zanjas. Eran tiempos de poesías populares como no volverán a repetirse, poemas en la escuela, en las veladas, en las serenatas, en la radio.
En las escuelas, las últimas horas de los viernes eran dedicadas al arte. Recordamos a Encarnación Reyes, con aquel Garrick del mexicano Juan de Dios Peza que a todos nos dejaba pensativos por aquello de reír-llorando… “El carnaval del mundo engaña tanto, /que las vidas son breves mascaradas; /aquí aprendemos a reír con llanto /y también a llorar con carcajadas”.
Otras veces, la misma Encarnación nos arrancaba las infantiles lágrimas con aquel “Violín de Yanko”, donde la selva cantaba y cantaba el bosque y cantaba la llanura y terminaba la declamación con la tragedia de Yanko, aquel chicuelo más rubio y sonrosado que la aurora asesinado por los peones de su propia casa al confundirlo con un ladrón musical de medianoche.
Eran los tiempos en que las palabras bien expresadas nos conmovían hasta el estremecimiento.
¿Quién no recuerda la radio y aquellos poemas en LP del grande de Puerto Plata Juan Llibre, la voz más hermosa de las ondas hertzianas y su clásico Calle de la Veracruz?: “Calle que fuiste mi calle… aunque nunca vuelva a verte, ¿quién podrá nunca olvidarte?” ¿Y aquel Frasquito Sánchez que no conoció el ultraje?
Para el día de las madres en las veladas eran infaltables el Indio Duarte y su trilogía maternal de poemas gauchos: “Para mi todas son madres”, “Mi madre sí que era guapa” o “El Beso”… ese beso que pregunta el mundo, que preguntan todos y a seguida respondía “que no hay un beso que más el alma taladre ni cause más ardor que el que se da con dolor al cadáver de una madre”.
Bellos tiempos aquellos cuando los adolescentes andábamos con los libros de poemas escondiéndolos vergonzosos para no delatar cursilería pero buscando aquellas rimas que con timidez susurrábamos a las enamoradas. Tiempos del despertar erótico con los versos del poeta cubano José Ángel Buesa, ese mismo Buesa del Poema de la Despedida, del Poema del Renunciamiento y del Poema de las Cosas o de aquel provocador poema “La obra de Jehová” donde se enaltecían esos “senos que ostentan terciopelos rubios como la piel de los melocotones y que fingen minúsculos Vesubios creciendo horizontales sobre los corazones”. O el irreverente “Gólgota Rosa”, de nuestro poeta nacional Fabio Fiallo, oda a los senos femeninos que en uno de sus párrafos aludía: “Oh, pequeño Jesús crucificado, déjame a mi morir en tu lugar sobre la tentación de ese Calvario hecho en las dos colinas de un rosal”. Recordamos el Poema 20 de Neruda que asomó a tantas ventanas en las madrugadas de serenatas junto al “Guitarra suena más bajo”, de Nicola Di Bari o al “Despierta dulce amor de mi vida”, que cantaba el Maestro Bienvenido.
Poemas de otros calibres intelectuales tocaban los espíritus juveniles de entonces. Recuerdo los “Poemas Humanos”, de César Vallejo, el “Canto General”, de Pablo Neruda, las “Prosas Profanas”, de Rubén Darío y “La amada inmóvil”, de Amado Nervo, entre otros.
Otros poemas populares de entonces. El “Seminarista de los Ojos negros”, que tanto gustaba a las muchachas. El “Brindis del Bohemio”, fijo en Radio Mao la última noche de cada año. Los hermosísimos versos del bardo azuano, Héctor J. Díaz (Que nadie me conozca y que nadie me quiera). O aquellos poemas enlatados que junto a las novelas nos llegaran desde México en la voz muy masculina de Jorge Lavat (Desiderata, Anónimo Veneciano y Yo quiero dibujarte). Todos versos exquisitos y sentidos, pero el más popular y más conocido por todos los maeños eran aquellas estrofas que escuchamos en la voz aguardentosa del artista maeño de la madera, Don Ramón Bonilla: “En la bajada de un cerro y en la subida de otro, nadie que beba romo le diga borracho a otro”. Tiempos idos de aquel Mao de los 60 y 70, que como las oscuras golondrinas de Bécquer… ya nunca volverán.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
De los tiempos de las veladas, hay dos números que me empalagaron tanto que hasta el día de hoy detesto: el poema "El beso" y la canción "Casita de campo". ¡Qué pela nos dieron con ellas!
ResponderEliminarIsaías