Por Sebastián Ramos
La Opinión, 5 de julio de 1928
Para escribir esta página saturada de mi más férvida devoción al cultor de nuestra historia, yo hubiera deseado poner al servicio de entusiasmos líricos la elocuencia arrebatadora de Tácito, el más admirable de los historiadores latinos o el poder creador del poeta ciego que cantó en magníficos versos la caída de la famosa Ilion, porque nada es tan digno de ser ensalzado o rememorado con elegancia de estilo como los hechos heroicos de la historia o el recuerdo de los que dieron el preciado don de la vida, el más sublime holocausto en defensa de la libertad.
Doce años se han cumplido ahora desde aquella en que las soleadas llanuras de Guayacanes fueron escenario del formidable desigual duelo entre un contingente e marinos yanquis, de esos “cobardes soldados de jabón” que pasean insolentemente por los pueblos del Caribe la bandera de las barras y de las estrellas como un oriflama de pirata y un grupo reducido, mal armado de valentísimos dominicanos que, cual guerreros de otros tiempos habían jurado sobre sus escudos de combate caer exánimes, envueltos en la púrpura de sus propias venas antes que permitir impunemente la profanación del suelo de la patria por plantas extrañas.
Esa contienda sangrienta entre el poder armipotente y el espíritu heroico e indomable de la raza; ese zarpazo de la iniquidad erigida en despotismo cruel por la fuerza de los elementos guerreros contra un pueblo inerme, no ha sido todavía comprendido y considerado dentro del concepto que a la historia le merece.
El combate que el 3 de julio de 1916 trabaron en La Barranquita de Guayacanes los patriotas dominicanos y las tropas de la armada norteamericana que invadieron la República por Monte Cristy, no es un mero jalón luminoso de heroísmo que salvó el concepto de la dignidad nacional.
Y de esa acción épica fueron entre otros, denodados adalides estas dos figuras que se alzan de sus tumbas para imponerse a la admiración de la posteridad; Máximo y Agustín Cabral, glorificados ambos, pero no en sus justos méritos ni en su máximo sacrificio ya que ellos dieron sus vidas en defensa de la nacionalidad ultrajada.
Y no se puede confiar a la memoria tornadiza del pueblo este ejemplar singular de valor y de heroísmo sin tasa ni se pueden dar por terminados los merecimientos tributados ya a estos dos mártires del deber ni relegar al olvido aquellos que con su muerte se hicieron dignos también de la apoteosis.
Preciso es que las cenizas de estos paladines inmortales sean recogidas de las tumbas solitarias donde reposan, bajo el peso del silencio y del abandono que las cubren con las espesas enredaderas del más injustificado olvido y sean colocadas junto al túmulo conmemorativo que ha de pregonar de siglo en siglo con la severa elocuencia de su grandeza el gesto bravío de quienes prefirieron “antes morir que su patria esclava”.
Yo no he podido refrenar los ímpetus de indignación que conmueven mi espíritu cuando lleno de dolor evoco el recuerdo del crimen nefando que esa nación malvada, escarnecedora de la civilización y sobre la cual pesa un designio fatal, perpetró con insólita cobardía contra nuestra pequeña e inerme pero tradicionalmente digna y heroica nación, arrebatándole su libertad que conquistaran nuestros antecesores en los campos encendidos de la guerra y sujetándola a la más ignominiosa servidumbre dejo escapar de mi pecho ahora un grito de execración, mi anatema iracundo contra ese pueblo cuya desaparición de sobre la haz de la tierra sería la más lógica y justiciera sanción como una vindicación a sus crímenes que degradan la historia y envilecen la raza humana.
Santo Domingo, 3 de julio de 1928.
Copia del documento donada al CHM por el historiador Lic. Rafael Darío Herrera, 3 de octubre de 2013.
Este artículo lo publicó el licenciado Sebastian Ramos a pocos años de la gesta de La Barranquita. Nació el 20 de agosto de 1900, durante varios años se desempeñó como docente y en 1942 obtuvo el grado de doctor en derecho en la Universidad de Santo Domingo, el primer maeño en alcanzar tal título. Formó parte del movimiento nacionalista que abogó por la desocupación "pura y simple" del territorio nacional de las tropas norteamericanas. El contenido de este artículo trasluce la figura de un auténtico patriota.Una de las calles de Yerba de Guinea lleva su nombre.
ResponderEliminarRafael Darío Herrera